«Cuando aparezca Cristo, vida vuestra,
entonces también vosotros apareceréis gloriosos,
juntamente con él» Col 3,4
Queridos fieles diocesanos:
Desde hace veinte siglos la Iglesia viene anunciando esta gran noticia: el mismo que expiró en la cruz, el que fue envuelto en lienzos y sepultado, cumplió su palabra: «Al tercer día resucitaré» (Mt 27,63). La muerte ha sido vencida y ha triunfado la vida. Su nueva vida ya no es vida terrena sino vida en plenitud, propia de Dios. Pero más allá de este hecho histórico, el triunfo de Cristo trasciende las leyes de la historia y es la parte central del mensaje cristiano. Es el triunfo del Nuevo Adán sobre el poder del pecado y de la muerte. Abre las puertas a una nueva humanidad que camina con Él hacia la eternidad. El mensaje cristiano, como escribe san Pablo, carecería de sentido sin este triunfo definitivo del Hijo de Dios (cf. 1Co 15, 14-17).
Para nosotros, los cristianos, la Resurrección de Cristo es un verdadero acontecimiento de gracia, porque en Él hemos resucitado todos sus discípulos: Él es la Cabeza y el primero de los hermanos; Él es la vid en la que nosotros fuimos injertados como sarmientos vivos. «Los que por el Bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con Él en su muerte para que, así como Cristo fue sepultado de entre los muertos, por la gloria del Padre, así nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 3-5). En el Bautismo, y luego en los demás Sacramentos, somos regenerados y reengendrados en el triunfo de Cristo. La Resurrección de Cristo, por tanto, no solamente es el triunfo personal de Jesús, lo es de toda la humanidad. Solamente desde una fe viva podemos comprender y gozar del alcance trascendental universal y eterno de este gran misterio, base y motor de la vida cristiana.
La Resurrección de Cristo no es solamente un dogma, sino el motivo y supremo principio de una nueva forma de vida. La Pascua es plenitud de vida, alegría perfecta, esperanza segura, purificación profunda, compromiso renovado, amor desbordante. La Pascua de Cristo es el punto culminante de la historia y el principio de una nueva historia; es la clave para interpretar la vida y la razón de ser de todas las cosas.
Pero celebrar la Pascua es poco; la Pascua hay que vivirla, hay que asumir su mensaje y llegar a “ser pascua” para nuestro mundo. Que la Pascua no sea solo una fiesta del calendario, un rito, sino un talante, un espíritu, una manera de ser y de vivir. No basta únicamente con creer que Cristo es la Vida, sino que hemos de esforzarnos para que Cristo sea vida en mí, en cada uno de los que nos llamamos cristianos. Y esto quiere decir, entre otras cosas, que:
Cristo, nuestra vida, nos sonríe y no hay lugar para la tristeza. Déjate llenar por su gozo que es inagotable, y que nada ni nadie nos puede quitar. Sí, todavía habrá pasión y sufrimiento, pero ya están redimidos. «Vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» (Jn 16,20). Recordemos cómo iba llenando de alegría a Magdalena, después de la búsqueda y el llanto; a Pedro y Juan, después de las carreras nerviosas o la noche con fatiga inútil; a los de Emaús, después del camino desesperanzado y amistoso; a Tomás, después de sus dudas y su soledad; y a todos los discípulos, después de sus miedos e incredulidades. Era alegría recién estrenada, una fuente que el Resucitado introdujo en sus entrañas, y ya no se secaría nunca. Una alegría que era compatible incluso con las persecuciones y los sufrimientos. Una alegría que nada ni nadie les podría quitar. Eso es la Pascua: sé tú también sonrisa y alegría de Cristo para los demás.
Cristo, nuestra vida, nos sostiene y no hay lugar para la desesperanza. Él es tu sentido, tu ilusión y tu esperanza. No faltarán problemas, fracasos y desengaños, pero todo tiene ya una razón y una orientación; todo se orienta hacia la Pascua, todo se ilumina desde la Resurrección de Jesucristo. La respuesta de Dios es siempre «al tercer día». Hay un día de muerte y un día de espera. Siempre al tercer día resucitamos. La Resurrección de Cristo es un sí a la vida y a todas nuestras más profundas aspiraciones. Eso es la Pascua: sé tú también un signo de esperanza.
Cristo, nuestra vida, nos acompaña e ilumina y no hay lugar para la soledad. Él es la luz en medio de nuestras tinieblas, la compañía en nuestras soledades más profundas. «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (Sal 23,4). Aunque todos te abandonen, nunca te sientas solo. Incluso, aunque tú olvidaras a Cristo, Él no te olvida. Eso es la Pascua: sé tú también presencia de Cristo para los demás, mano tendida a todos.
Cristo, nuestra vida, es nuestra justificación y no hay lugar para el pecado. Cristo cargó con todos tus pecados, los clavó en la cruz y te purificó con su sangre. Ahora te repite: yo te perdono, no temas; yo te perdono y te quiero; hoy estarás conmigo en el paraíso. Él es nuestra justificación ante Dios, nuestro puente hacia la salvación. Eso es la Pascua: perdónate también a ti mismo, ten paciencia con tus limitaciones y tus fallos; y después extiende a los demás el perdón y la paz. Sé presencia misericordiosa para todos.
Cristo, nuestra vida, nos ama y no hay lugar para el desamor. Cristo Resucitado es la victoria del amor. Al dar la vida por nosotros, la recuperó renovada, porque el amor no muere. Jesús nos ama con un amor completo, eterno y sin condiciones. No importa quiénes somos, de dónde venimos o qué hemos hecho en el pasado, su amor por nosotros nunca disminuye. Él te ama, aunque tú no lo merezcas; te capacita para amar, derramando todo su amor en ti. Eso es la Pascua: ser capaz de amar hasta el extremo.
Cristo, nuestra vida, resucita en ti y no hay lugar para la muerte. Es verdad que la muerte nos rodea y no para de conseguir victorias: ahí están las violencias de la guerra o el terrorismo, la muerte de inocentes, el hambre y las enfermedades. Pero Cristo ha resucitado y nos ofrece semillas de inmortalidad. Todas las muertes pueden ser redimidas, superadas y resucitadas. Eso es la Pascua: sigue esparciendo tú esas semillas de Cristo, sigue sembrando la vida, sigue luchando contra la muerte, sé testigo de la resurrección.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
¡Feliz Pascua de Resurrección!
Desde hace veinte siglos la Iglesia viene anunciando esta gran noticia: el mismo que expiró en la cruz, el que fue envuelto en lienzos y sepultado, cumplió su palabra: «Al tercer día resucitaré» (Mt 27,63). La muerte ha sido vencida y ha triunfado la vida. Su nueva vida ya no es vida terrena sino vida en plenitud, propia de Dios. Pero más allá de este hecho histórico, el triunfo de Cristo trasciende las leyes de la historia y es la parte central del mensaje cristiano. Es el triunfo del Nuevo Adán sobre el poder del pecado y de la muerte. Abre las puertas a una nueva humanidad que camina con Él hacia la eternidad. El mensaje cristiano, como escribe san Pablo, carecería de sentido sin este triunfo definitivo del Hijo de Dios (cf. 1Co 15, 14-17).
Para nosotros, los cristianos, la Resurrección de Cristo es un verdadero acontecimiento de gracia, porque en Él hemos resucitado todos sus discípulos: Él es la Cabeza y el primero de los hermanos; Él es la vid en la que nosotros fuimos injertados como sarmientos vivos. «Los que por el Bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con Él en su muerte para que, así como Cristo fue sepultado de entre los muertos, por la gloria del Padre, así nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 3-5). En el Bautismo, y luego en los demás Sacramentos, somos regenerados y reengendrados en el triunfo de Cristo. La Resurrección de Cristo, por tanto, no solamente es el triunfo personal de Jesús, lo es de toda la humanidad. Solamente desde una fe viva podemos comprender y gozar del alcance trascendental universal y eterno de este gran misterio, base y motor de la vida cristiana.
La Resurrección de Cristo no es solamente un dogma, sino el motivo y supremo principio de una nueva forma de vida. La Pascua es plenitud de vida, alegría perfecta, esperanza segura, purificación profunda, compromiso renovado, amor desbordante. La Pascua de Cristo es el punto culminante de la historia y el principio de una nueva historia; es la clave para interpretar la vida y la razón de ser de todas las cosas.
Pero celebrar la Pascua es poco; la Pascua hay que vivirla, hay que asumir su mensaje y llegar a “ser pascua” para nuestro mundo. Que la Pascua no sea solo una fiesta del calendario, un rito, sino un talante, un espíritu, una manera de ser y de vivir. No basta únicamente con creer que Cristo es la Vida, sino que hemos de esforzarnos para que Cristo sea vida en mí, en cada uno de los que nos llamamos cristianos. Y esto quiere decir, entre otras cosas, que:
Cristo, nuestra vida, nos sonríe y no hay lugar para la tristeza. Déjate llenar por su gozo que es inagotable, y que nada ni nadie nos puede quitar. Sí, todavía habrá pasión y sufrimiento, pero ya están redimidos. «Vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» (Jn 16,20). Recordemos cómo iba llenando de alegría a Magdalena, después de la búsqueda y el llanto; a Pedro y Juan, después de las carreras nerviosas o la noche con fatiga inútil; a los de Emaús, después del camino desesperanzado y amistoso; a Tomás, después de sus dudas y su soledad; y a todos los discípulos, después de sus miedos e incredulidades. Era alegría recién estrenada, una fuente que el Resucitado introdujo en sus entrañas, y ya no se secaría nunca. Una alegría que era compatible incluso con las persecuciones y los sufrimientos. Una alegría que nada ni nadie les podría quitar. Eso es la Pascua: sé tú también sonrisa y alegría de Cristo para los demás.
Cristo, nuestra vida, nos sostiene y no hay lugar para la desesperanza. Él es tu sentido, tu ilusión y tu esperanza. No faltarán problemas, fracasos y desengaños, pero todo tiene ya una razón y una orientación; todo se orienta hacia la Pascua, todo se ilumina desde la Resurrección de Jesucristo. La respuesta de Dios es siempre «al tercer día». Hay un día de muerte y un día de espera. Siempre al tercer día resucitamos. La Resurrección de Cristo es un sí a la vida y a todas nuestras más profundas aspiraciones. Eso es la Pascua: sé tú también un signo de esperanza.
Cristo, nuestra vida, nos acompaña e ilumina y no hay lugar para la soledad. Él es la luz en medio de nuestras tinieblas, la compañía en nuestras soledades más profundas. «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (Sal 23,4). Aunque todos te abandonen, nunca te sientas solo. Incluso, aunque tú olvidaras a Cristo, Él no te olvida. Eso es la Pascua: sé tú también presencia de Cristo para los demás, mano tendida a todos.
Cristo, nuestra vida, es nuestra justificación y no hay lugar para el pecado. Cristo cargó con todos tus pecados, los clavó en la cruz y te purificó con su sangre. Ahora te repite: yo te perdono, no temas; yo te perdono y te quiero; hoy estarás conmigo en el paraíso. Él es nuestra justificación ante Dios, nuestro puente hacia la salvación. Eso es la Pascua: perdónate también a ti mismo, ten paciencia con tus limitaciones y tus fallos; y después extiende a los demás el perdón y la paz. Sé presencia misericordiosa para todos.
Cristo, nuestra vida, nos ama y no hay lugar para el desamor. Cristo Resucitado es la victoria del amor. Al dar la vida por nosotros, la recuperó renovada, porque el amor no muere. Jesús nos ama con un amor completo, eterno y sin condiciones. No importa quiénes somos, de dónde venimos o qué hemos hecho en el pasado, su amor por nosotros nunca disminuye. Él te ama, aunque tú no lo merezcas; te capacita para amar, derramando todo su amor en ti. Eso es la Pascua: ser capaz de amar hasta el extremo.
Cristo, nuestra vida, resucita en ti y no hay lugar para la muerte. Es verdad que la muerte nos rodea y no para de conseguir victorias: ahí están las violencias de la guerra o el terrorismo, la muerte de inocentes, el hambre y las enfermedades. Pero Cristo ha resucitado y nos ofrece semillas de inmortalidad. Todas las muertes pueden ser redimidas, superadas y resucitadas. Eso es la Pascua: sigue esparciendo tú esas semillas de Cristo, sigue sembrando la vida, sigue luchando contra la muerte, sé testigo de la resurrección.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
¡Feliz Pascua de Resurrección!
+ Sebastián Chico Martínez
Obispo de Jaén
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